Pizza de regaliz

Reseña crítica de Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson

Alana Haim y Cooper Hoffman

Paul Thomas Anderson es un director de culto, uno de los más respetados de Estados Unidos y para muchos el mejor director de su generación. Quienes siguen (seguimos) su trayectoria, son conscientes de que sus películas tienen muchos significados más allá de lo evidente que invitan a seguir pensando mucho tiempo después de que las luces del teatro se encienden. Aunque Licorice Pizza no es ni de lejos su película más compleja (basta ver Magnolia o Inherente vice para confirmarlo) sí existen diferentes niveles de lectura que hacen más rica su visualización.

Desde el título, Licorice Pizza, sabemos que no estamos ante una película convencional. Todos los que no nacimos en los años 70 en el valle de San Fernando (California) tuvimos que ir a Google para averiguar en que consiste el título, del que no se da ninguna pista en la película. Así como el título, mención a un local famoso de la zona y un juego de palabras entre el disco de vinilo y el regaliz (usado, entre otras cosas, para mejorar el aliento); la cinta puede leerse también de varias formas y la más obvia es la de una historia de amor. Aunque la trama principal gira alrededor de la inusual pareja y sus devaneos entre la amistad, los disgustos y el amor; es el espacio el que realmente ocupa el papel protagónico y por él desfilan una serie de personajes secundarios que escenifican bien este submundo tan cercano a Hollywood y tan lejano del glamour de la autodenominada «ciudad de los sueños».

La auténtica Licorice Pizza

La historia gira en torno a la pareja conformada por Alana y Gary y su cotidianidad en 1974. Alana tiene 25 años pero está insatisfecha con su vida. No encuentra el amor ni su estabilidad emocional o laboral. A menudo se refieren a ella como una niña grande o una joven mujer y esto se debe a rasgos de su personalidad claramente infantiles que permanentemente riñen con su sugestiva sensualidad. En el otro lado está Gary, un niño grande con demasiado afán por crecer. Gary tiene 15 años pero se comporta y aspira ser un millonario, el ejemplo perfecto del sueño americano. Gary es carismático, tiene muchos amigos y siempre tiene proyectos que oscilan entre la genialidad y la estafa. Así las cosas, tenemos una desigual pareja de amigos con evidente tensión sexual y amorosa y con 10 años de diferencia entre ellos que se acortan ante la precocidad de él y la inestabilidad de ella.

Además de la pareja protagónica (que es lo mejor de la película) desfilan por la pantalla varios personajes secundarios que no alcanzan a configurar una historia coral (como en Magnolia) pero que le dan color a la película y representan los valores y estilo de vida de la California de los 70s que ya había sido representada recientemente por Tarantino en Érase una vez en Hollywood. Si Tarantino sube a las colinas, Anderson se queda en el valle para mirar la vida de los anónimos o casi famosos cuya vida no es propiamente glamorosa. En el extenso mosaico de personajes aparecen el dueño de un restaurante japonés claramente racista (con gestos que le han generado críticas de la comunidad asiática, pero que tienen sentido en el contexto setentero), un actor adicto a la adrenalina, un político que esconde su homosexualidad, el excéntrico peluquero y esposo de Barbra Streisand, jefes acosadores y niños que, en el espíritu emprendedor californiano, pasan sus calurosos días ayudando con los proyectos de Gary.

En esa multitud de subtramas y personajes es en donde más flaquea la película, cuyo extenso metraje la hace irregular y lleva a que, por momentos, nos alejemos del objetivo de la historia. Grandes nombres como Bradley Cooper y Sean Penn venden la película pero no son ellos los que brillan. Aunque cumplen con lo que se espera de ellos, sus personajes son superficiales y, a diferencia de los principales, grotescos y cercanos a la caricatura. Por fortuna, su aparición es episódica y su peso en la historia casi nulo.

Sin embargo, hay escenas inolvidables y un tanto metafóricas como la conducción de un camión sin gasolina en reversa por las montañas de Hollywood, el montaje de una sala de «maquinitas» de pinball, la primera cita entre los protagonistas y la promoción de la cama de agua y otras invenciones que prometían «revolucionar» el mundo. Pero quizás las que más se destacan son aquellas en las que los personajes cometen el acto más revolucionario en una ciudad motorizada como Los Ángeles: correr. Las escenas de los protagonistas corriendo representan momentos en los que desbordan alegría y un entusiasmo tan infantil como cautivante. La cinta tiene varios momentos de antología (incluso algunos de ellos aparecen en el trailer pero quedaron por fuera del corte final).

Como dije antes, el mayor mérito de la película está en el casting de los personajes principales. Alana Haim, vocalista de la banda Haim que conforma con sus hermanas, también actrices de la película, luce auténtica, vibrante y hermosamente contradictoria. Su apariencia física se aleja del canon del interés romántico típico de Hollywood y, aun así, consigue ser deseada y muy atractiva a lo largo del film. El caso de Cooper Hoffman (hijo del tristemente desaparecido Philip Seymour Hoffman, actor insignia de Anderson) es todo un descubrimiento. Aunque el talento no viene necesariamente en los genes, el joven actor es impresionante en su papel y logra un grado de autenticidad y empatía con el público que hace que la historia tenga un alto componente emocional. Para el efecto esperado por el director, esta pareja es la elección correcta pues en su autenticidad permite que las actuaciones y algunas situaciones surrealistas terminen siendo verosímiles y orgánicas.

Mención aparte merece la banda sonora que, más que eso, es una magnífica playlist de música de la época. Se trata de un enorme «disco de vinilo» que seguramente los protagonistas escucharían en sus habitaciones o en sus desplazamientos por la ciudad. Canciones icónicas de artistas como Nina Simone, David Bowie, The Doors, Paul McCartney Bing Crosby que recogen el espíritu de una época y un lugar determinado que el director conoce perfectamente pues es el sitio en donde vivió los primeros años de su vida.

Licorice pizza es una historia semiautobiográfica, con una profunda intensidad y optimismo (una feel good movie), mirada desde una ingenuidad adolescente que deja pasar de lado temas muy serios y profundos como el abuso laboral, la discriminación sexual y las creencias religiosas (superficialidad que algunos critican de la película pero que entiendo desde la mirada que propone). Se trata de una película que crece mientras más se piensa y que, en general, se disfruta cuando se está viendo. Con un mejor montaje, unos cuantos minutos y algunos personajes menos, podría ser un nuevo clásico del cine coming of age… pero ya sabemos que Anderson no es muy amigo de simplificar.

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