Publicado el Martes 18 de septiembre de 2007, en La Revista del Guión Actualidad
Por Alfredo Caminos (*)
No hay duda, las películas, para ser creíbles, no se valen sólo de la verosimilitud. La cercanía de las obras audiovisuales con la geografía, los paisajes, le gente y los acontecimientos de un país, resulta “necesaria” para la interpretación del contenido temático y argumental.
Pero la ficción es ficción, y por lo tanto el reflejo de la imaginación, de la invención, de la fantasía, de los delirios, y también de los temas sobre los que se desea contar. Y además, sobre lo que se demanda en términos de mercados audiovisuales. La imposición de dichos mercados no necesariamente obliga a los realizadores a narrar siempre lo mismo y de la misma forma. Los temas impuestos por el cine de entretenimiento pasan por pocos elementos, y entre ellos la violencia y el narcotráfico cuando se habla de Colombia. Parece un círculo vicioso, el consumidor del cine no quiere ver otra cosa si se trata de Medellín, Bogotá y Cali.
Los cineastas no son responsables de la realidad, ni tampoco deben ser los encargados de conseguir que la sociedad actúe con uno u otro criterio. Tampoco les corresponde a ellos evitar ciertas argumentaciones por motivos políticos, turísticos o económicos. Los relatos audiovisuales tienen una lógica de construcción con la tensión dramática propia del guión y lejos de incluir paisajes y personajes alejados del argumento. De la calidad de la obra depende el progreso del arte audiovisual. De esto sí, son responsables como artistas los responsables del quehacer cinematográfico en general, y los directores en particular. En ese sentido los realizadores de cada filme presentarán los hechos como espejo de esa realidad, sin otro ingrediente que la propia realidad, y a la cual le suman la imaginación.
Pero sí hay un responsable frente a la sociedad de construir la imagen que desea –y no para los guionistas y directores- sino para la gente que vive en esas ciudades. Es el estado, y más el gobierno, que se supone ha sido elegido para construir ese conjunto de vida social en la cual se desenvuelve. Y es en la dimensión de ese conjunto donde las narraciones audiovisuales se alejan de la cercanía con la realidad para entrar en el terreno de la fantasía de quien hace ficción.
La oportunidad de evaluar y pensar a Colombia, y más aún a Medellín, se presentó en las VIII Jornadas de Investigación (y I Internacionales) de la Universidad de Medellín. 14 invitados internacionales entre los cuales me contaba para exponer y escuchar acerca de proyectos de narrativa audiovisual.
La imagen que se tiene del país y que “sufren” los colombianos son aquellas que se vuelven conocidas por los espectadores a través de películas exitosas, como son La virgen de los sicarios y María llena eres de gracia , precisamente dirigidas por extranjeros. A tal punto es la imagen construida para el común de los extranjeros que se escucharon preguntas como “si se podía salir a la esquina a comprar pan”, o bien “si la universidad ponía guardaespaldas a los invitados”, generando la risa de los que había visitado la ciudad en varias oportunidades. ¿Cómo se construyó esa imagen de Medellín?
Los directores de cine –y los guionistas- tiene el derecho de inventar, imaginar, y crear mundos en donde se representan sus historias. Claro, si se escribe en el exterior lejos está de acercarse a la realidad, pero es ficción, y basada en hechos parecidos o del pasado. La violencia existente con anterioridad le ha dado esa posibilidad, aunque en la actualidad no difiera de lo que ocurre en otras ciudades como, por ejemplo, Buenos Aires.
Mientras tanto, el informativo en la televisión cuenta de un atentado en Irak, un francotirador frente a un colegio en USA, un tiroteo de un sicario con la guardia de un fiscal en Colombia y dos empresarios secuestrados en Argentina.
El estado colombiano está constantemente construyendo una imagen para los propios ciudadanos. El moderno metrocable de Medellín invade las zonas que antiguamente eran terreno de luchas de vendedores de droga. Se planta una modernidad similar a la de todo el mundo y la generación actual ya no es la misma de hace diez o quince años. Colombia evoluciona dentro de la globalización, no lo hace solo por el cine.
Sin embargo, hay un responsable de que se construya una imagen real: el espectador. En este caso no nos referimos al espectador colombiano. Por lo analizado en las Jornadas, allí se mira otro cine; próximo a lo social, al drama, a la comedia, a la fantasía; y cuando entra en el análisis de lo real lo hace desde la mirada del propio residente.
Por el contrario, el espectador extranjero sólo se ha quedado en la visión que otros extranjeros han construido de Bogotá y Medellín, por citar ejemplos de los filmes de Joshua Marston y Barbet Schroeder que nombramos más arriba. De ninguna manera se intenta decir aquí que el autor de la novela o el director de una película, deben condicionarse al escribir o hacer la ficción, todo lo contrario.
Hablamos sí, de la responsabilidad del espectador en analizar las obras con la mayor información posible, porque si no se le estaría dando a la ficción el estatus documental que no tiene. Los autores desean contar una historia, no retratarán la realidad, solo se basarán en ella.
Colombia, y precisamente Medellín, realiza un gran esfuerzo por sacarse el estigma de las llenas de gracia y de los sicarios rezando a la Virgen. Le corresponde ahora a los espectadores construir la imagen real del país y la ciudad, y para ello no basta con creerse la ficción como documento y además mirar solamente dos películas.
Hay una responsabilidad de los productores cinematográficos, que, con el ánimo de ganancia, solo venden de Colombia lo que los espectadores internacionales demandan de esas ciudades, lo que creen que es.
En el último día concurrí a un negocio a comprar películas colombianas. Hice caso de las recomendaciones y compré La vendedora de rosas y Rodrigo D. no futuro , ambas de Víctor Gaviria; Confesión a Laura de Jaime Osorio Gómez; La sombra del caminante de Ciro Guerra; Los niños invisibles de Lisandro Duque Naranjo; Kalibre 35 de Raul García; C omo el gato y el ratón de Rodrigo Triana; y Bolivar soy yo de Jorge Alí Triana (una no la pagué, me la regaló un amigo). Al preguntarle a la vendedora porque no me ofrecía “María…” y “La virgen…” que estaban separadas en otro estante me dijo “porque esas películas no hablan de Colombia”.
Salí a la calle y me fui caminando hacia el hotel, pensando en estas primeras líneas.
*Investigador argentino, miembro de la Red INAV