La mujer del animal: Los orígenes del monstruo

lamujer
Hoy vi por fin La Mujer del Animal, una película que llevo esperando más de 10 años, en serio. En 2007 trabajé con Víctor Gaviria en el guion de un largometraje que nunca vio la luz y él me comentó que, paralelamente, estaba trabajando en el guion de una película llamada «La mujer del animal». Me sorprendió que tuviera tan clara la trama y hasta el título desde el principio y la historia llamó mi atención, pero me causó también cierto escozor por la crudeza de la historia y de las imágenes que seguramente mostraría.
Nuestra película no se hizo porque, en sus propias palabras: «hermanito no es el momento de contar esto»; pero no olvido su consigna en cada momento de la escritura: «Hay que buscar la poesía en cada plano que propongamos».

En una época en que los realizadores, por fortuna, hacen una película cada dos años; Víctor Gaviria lleva casi dos décadas sin estrenar un nuevo largometraje. Al caos y complicaciones propias de la producción, hay que añadir, por supuesto, una mirada cuidadosa que no trabaja con afanes y que en esta película encuentra una madurez asombrosa.
Sí, es una película muy violenta, prácticamente una película de terror, pero no muestra más sangre ni más muertos que Rodrigo D o Sumas y restas. ¿Por qué nos violenta tanto entonces?, porque víctima y victimario tienen cara y las agresiones vienen de un monstruo insaciable que no está inspirado en la imaginación del autor sino en millares de monstruos de la vida cotidiana (podría ser nuestro vecino o un familiar). El monstruo en mención, de hecho, no es solo una persona sino un fenómeno que siempre nos ha acompañado como nación.
A diferencia de sus películas anteriores, La mujer del animal es particularmente cuidadosa con los planos y la iluminación. Esta estética que se insinuaba desde La vendedora de rosas y que se perdió un poco en Sumas y restas aparece fortalecida en este nuevo largometraje, con una factura técnica impecable (mucha agua ha corrido desde un Rodrigo D que costaba ver y escuchar). El diseño de producción también es sobresaliente, toda vez que la historia que se cuenta explora los orígenes de la violencia de los barrios populares de Medellín desde el ámbito doméstico. Ese Medellín de ranchos y calles sin pavimentar, el Medellín de inicios de las bandas, es un ejercicio que me hace recordar el de Martin Scorsese con sus Pandillas de Nueva York, una bofetada que nos demuestra que no es cierto eso de que «todo tiempo pasado fue mejor». Las actuaciones están, en general, muy bien logradas (sobre todo en la pareja protagonista), añadiendo además que el villano que da nombre a la película es un monstruo de actor.
Solo cinco personas estábamos en la sala viendo la película y, aunque me entristece, no me sorprende. El público colombiano no quiere verse en el espejo, prefiere reirse con «Sábados felices» y sus alertas, pirobertas y jediondos; pero no es enojándose con el público, amigo Víctor, como se logra cautivarlo. El público colombiano tendrá que mirarse al espejo algún día pero no puede ser a las malas, la tuya es una ingrata tarea pero algún día se valorará como es debido.
Víctor Gaviria es la voz más sólida del cine colombiano, puede gustar o no, pero no desconocer que ha sido el papá de la dirección de actores no profesionales (no hay más de dos directores colombianos que lo logren tan bien como él) y sus películas son auténticos documentos fílmicos con valor estético y narrativo pero, ante todo, histórico.
Para conocer y reconocernos, estas películas que hoy, lamentablemente, pasan desapercibidas, mañana serán auténticas joyas que permitirán a las futuras generaciones entender a Medellín desde una mirada de 360 grados.
Bravo por Víctor y su osadía de hacer una película no complaciente, incómoda (insoportable a ratos, según sus mismas palabras) pero que nos pone frente a un espejo que esquivamos mirar pero que necesitamos. Frente a tanto cine insulso de nuestra cartelera habitual, las películas de Víctor son imprescindibles.
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