Reseña de «Como el cielo después de llover» de Mercedes Gaviria.

Una tendencia recurrente del documental de los últimos años es la del autorretrato, un ejercicio honesto y, en la mayoría de los casos, muy valiente que requiere compromiso y coraje para enfrentar aquellos aspectos de la vida con los que no nos sentimos cómodos y estar dispuestos a batallar por las películas aun «traicionando» un poco a la familia y a las personas más cercanas.
En los últimos años hemos visto varios ejercicios introspectivos en el cine colombiano. Solo el año pasado tuvimos tres películas basadas en temáticas familiares narradas por el protagonista-director en su relación (a menudo conflictiva) con sus padres: Dopamina (Imery, 2019), Lázaro (González, 2020) y Después de Norma (Botero, 2020). Este tipo de ejercicios, tremendamente valiosos para sus realizadores, carecen a veces de universalidad y es allí donde suelen naufragar, como cuando alguien invita a una casa para ver álbumes y videos de fiestas y viajes en donde uno no estuvo. Solo aquellos que logran encontrar el interés humano y profundo se destacan y encuentran a un público curioso y a la vez agradecido por el gesto generoso de abrir la puerta a la intimidad del mundo familiar que, sin lugar a dudas, tiene todos los ingredientes para una gran trama dramática.

Podríamos pensar que este tipo de ejercicios fílmicos son una especie de terapia cinematográfica en la que los autores se reencuentran con su pasado para interpelar y cuestionar, con mayor o menor rudeza, a sus padres, en una especie de ejercicio psicoanálitico. Podríamos también pensar que se trata de un ejercicio propio de óperas primas o de jóvenes directores en busca de su identidad, e incluso quizás sugerir que se trata de una salida facilista, pero nada más lejano a la realidad.
Aunque lo parezca, representar las realidades más cercanas no es un ejercicio fácil ni ligero. Implica enfrentarse a un espejo en el que la mayor parte de las veces el realizador no quisiera verse y que puede ocasionar problemas familiares cuando la realidad representada no está suavizada por la nostalgia. Ejemplos de esto tenemos varios en el cine colombiano, pero podríamos resaltar especialmente películas recientes como: Amazona (Weiskopf y Van Hemelryc, 2017), Home: el hogar de la ilusión (Landertinger, 2017), My way or the highway (Lorenzini, 2017), Yo Lucas (Maldonado, 2016) y las dos maravillosas obras de Daniela Abad sobre sus abuelos: Carta a una sombra y Smiling Lombana.

Todo este preámbulo para comentar que en la ópera prima de Mercedes Gaviria, Como el cielo después de llover, que tiene esta semana su premier en salas de cine alternativas, podría inscribirse en esta especie de subgénero. La película inicia con el presente de Mercedes como estudiante de cine en Argentina registrando sonidos mientras su voz «etiqueta» lo que está grabando. Acto seguido se escucha la voz de alguien, al parecer un vigilante, que le dice que no se puede grabar allí y le da cinco minutos para terminar. Este inicio, en apariencia caprichoso, dice realmente mucho sobre la película que estamos a punto de ver: la de una cineasta preocupada por el sonido de las cosas, que va más allá de grabarlo para intentar también asirlo, entenderlo e interpretarlo en una ciudad que no es la suya y en la que siempre será extranjera.
Este punto de partida marca la diferencia con otros ejercicios similares porque muy pronto nos enteramos (si no lo sabíamos antes) de que Mercedes es la hija de Víctor Gaviria, uno de los cineastas más importantes de la historia de Colombia, y es allí donde la película se convierte en un interesante juego de espejos en donde conoceremos a Víctor a través de los ojos de Mercedes pero también la conoceremos a ella a través de los ojos de su padre.
Esta película, sin embargo, no es una oda al padre ni un ejercicio de rebeldía; se trata de una parábola del retorno en la que la cineasta se reencuentra con su pasado a través de la mirada de su padre, el cineasta y referente. Se trata del encuentro con la familia, pero también con el oficio del cine, sus pasiones y dificultades. A partir de allí Mercedes arma su película usando tres puntos de vista: el suyo como joven cineasta y como hija de su familia y el de los archivos grabados por su padre desde su niñez. De esta forma transita entre dos realidades complementarias: la de su entorno familiar (incluyendo las imágenes de archivo) y la de su padre, el cineasta, mientras participa en el rodaje de su más reciente largometraje La mujer del animal (aquí puedes leer mi crítica sobre esta película). Involucrándose en el proceso de producción de la película, Mercedes se sumerge en el universo diegético de la película y reflexiona por la violencia y su condición de mujer, así como por el estilo de su padre en el que contrastan la dureza de las imágenes (por las que ha sido históricamente juzgado) con la suavidad en su trato personal y familiar.
El título mismo de Como el cielo después de llover sugiere una imagen poética que se entiende perfectamente cuando vemos a Víctor, el poeta, desde la mirada de su hija, leyendo apartes de sus textos. La brutalidad de sus escenas cinematográficas, cercanas al cine de terror, contrasta con su voz suave y su sensibilidad para ver la vida, algo que impacta también a quienes hemos seguido de cerca su carrera y tenemos el placer de conocerlo. Permítanme contar una historia personal que así lo atestigua: hace más de 15 años tuve la oportunidad de escribir un guion con él que al final no se pudo grabar, pero me llamó la atención que, contrario a lo que podría pensarse, Víctor siempre hacía énfasis en las emociones de los personajes sobre la acción violenta y él mismo se emocionaba cuando encontrábamos imágenes que podían subrayarlo. «Tenemos que buscar la poesía, hermanito», me decía con frecuencia.
En el relato de la película llaman mucho la atención por su ausencia, los personajes de la madre y el hermano, quienes son fundamentales para completar el retrato de padre-hija/maestro-aprendiz en la película. La madre no habla en el film y ese silencio es revelador cuando se contrasta con las cartas que le escribía a la directora antes de nacer. Allí la directora descubre al padre que no conoció, el que no revelan sus películas ni las imágenes de los videos y completan su perfil para descubrir al ser humano más allá del cineasta. Es clave también el personaje del hermano, que se muestra desde el inicio como alguien reacio a la cámara, que cree que es mejor vivir que filmar y que la vida es mejor cuando no estamos obsesionados con dejar registro de ella. Esta ausencia y la omnipresencia de la hija grabada por su padre completan un cuadro lleno de contradicciones con un transfondo poético. En las películas de Víctor Gaviria, la realidad documental permea la ficción y emerge de formas sorpresivas y en la ópera prima de su hija es la ficción narrativa la que teje la historia real.
Para no quedarnos de forma exclusiva en la trama, es importante subrayar que hay cuidado por la imagen y que el sonido opera durante buena parte del documental como un hilo conductor, prescindiendo durante algunos momentos de la imagen, en un ejercicio honesto de alguien que está acostumbrado a narrar sonoramente, permitiendo el ejercicio de la imaginación del público. Quizás el uso de la voz en off es un poco excesivo y podría acudirse a una mayor experimentación audiovisual para resolverlo pero, en general, se trata del ejercicio honesto, virtuoso y valiente de una cineasta que reconoce la influencia de su padre y su estatura histórica pero no para apalancarse o justificarse desde allí si no para reafirmarse en la búsqueda de su propio estilo personal.
La película está en cartelera actualmente en las siguientes salas: Cinemateca Distrital (Bogotá), Museo de Arte Moderno y Centro Colombo Americano (Medellín) y Museo la tertulia (Cali).