
Los espectadores de teatro ya tenemos síndrome de abstinencia. Nuestros «dealers» han hecho todo lo posible por no dejarnos morir y proveernos de buen contenido y han diseñado toda clase de estrategias por permanecer y, de paso, subsistir, con mayor o menor éxito. Todos sabemos, no obstante, que no es lo mismo ver una obra de teatro en una pequeña pantalla que estar sentados en una sala respirando el mismo aire de los actores y asistiendo a un instante único e irrepetible que contiene magia en sí mismo; actores, dramaturgos y directores son también conscientes de esto. Sin embargo, en esta chocante «nueva realidad» es algo que no tendremos en un corto plazo por lo que es importante valorar lo que se está haciendo, ponderar aquellas cosas muy positivas que podrían permanecer en una eventual transformación del acto teatral y, sobre todo, aplaudir a quienes se han levantado entre los escombros del aporreado sector cultural colombiano para complacer a los espectadores que, en casa, estamos ávidos de ver magistrales interpretaciones en buenas historias llevadas con tino a la escena.
Los primeros meses de la pandemia nos tomaron con un activismo digital crónico, como si haciendo más acortáramos el tiempo de esta situación. Fueron meses en los que las agendas de todos se coparon con un sinnúmero de cursos, encuentros, webinars (el neologismo más feo que conozco) y obras de teatro, sí, obras de teatro. Muchas voces se levantaron en contra de llamar teatro a un acto presentado desde la casa de uno o dos actores a través de una red social y recitaron de memoria las normas de la puesta en escena teatral. No entraré aquí a definir si esto es o no pertinente, pero sí me gustaría afirmar que el teatro, como casi todo, sufrirá algunas transformaciones inevitables en un escenario postpandemia.
A las obras realizadas en casa (en cuarentena), siguieron las presentaciones online y, ahora, los montajes bien grabados y editados «en vivo» pero no en directo, al estilo de los que veíamos hace poco en las pantallas de los cines, provenientes del Royal Teather de Londres o la Metropolitan Ópera de New York.
Justamente, en esta nueva modalidad, se presenta desde hace poco la obra de teatro «Domingo», dirigida por Miguel Vila y escrita por Ricardo Silva, uno de los autores más reconocidos y admirados de la literatura colombiana actual. La obra sobresale en el conjunto de montajes que hoy se presentan en Colombia por su propuesta escénica y, sobre todo, por presentarse como una «obra digital interactiva».
Al respecto, considero que es una propuesta novedosa, entretenida y de gran calidad pero que difícilmente podría llamarse interactiva, pues la interacción entre el usuario y el producto audiovisual (esta obra lo es) no implica una relación de doble vía y las opciones de decisión de parte del espectador son limitadas por una narración continua de 90 minutos y tres finales alternativos (que al fin terminamos viendo). Esta condición, sin embargo, no le quita mérito al montaje. Por el contrario, nos acerca (quien lo creyera) mucho más al espectáculo teatral como lo hemos visto tradicionalmente, aprovechando, eso sí, un par de ventajas de la realización audiovisual: la posibilidad de volver una y otra vez sobre las escenas cambiando de punto de vista y un tratamiento sonoro impecable.

Técnicamente, hay que aplaudir esta obra de pie. No es gratuito, por tanto, ver en los créditos finales una larga lista de personas involucradas en el montaje. La obra sobresale por su sonido, por la calidad de la imagen, la sobriedad expresiva de la puesta en escena y su estructura narrativa. Sin embargo, lo que a mí más me importa es la dramaturgia que, a fin de cuentas, es el corazón del teatro y allí Domingo también se destaca. La obra presenta un cuadro coral de personajes que en tiempo real hacen sus actividades en medio del tedio del final del fin de semana y que, articulados por un hecho detonante, se confrontan con su vida ese momento crítico del final de la tarde del domingo, en que la inminencia de una nueva semana nos confronta y nos invita a una introspección que no siempre queremos tener.
Quienes somos seguidores de las obras de Ricardo Silva Romero sabemos que su oficio como crítico de cine y su cinefilia son garantías para encontrar diálogos frescos y naturales, personajes multidimensionales e historias redondas y contundentes. La virtud de este buen texto se potencia muchísimo con un elenco que presenta algunos de los mejores actores colombianos de varias generaciones. Pocas veces tenemos la oportunidad, como en esta obra, de tener en un mismo montaje a actores y actrices de la talla de Carmenza Gómez, Jairo Camargo, Patricia Tamayo, Santiago Alarcón, Carlos Manuel Vesga, Diana Ángel y Ernesto Benjumea, entre otros. El texto está pensado para darle a cada uno de los intérpretes su momento para brillar, su propio apart para que los espectadores nos conectemos con sus acciones y sus emociones. La puesta en escena, que puede recordarnos películas con propuestas plásticas minimalistas y teatrales como Dogville y Manderley de Lars Von Trier; nos presenta un conjunto de estrechos cuadros que uniforman plásticamente los dramas de sus habitantes, así como ocurre en los pequeños apartamentos actuales en donde se pierde la noción de privacidad pero, paradójicamente, se anula la de comunidad. En esta propuesta escénica, los muros invisibles se rompen con las llamadas telefónicas y la cuarta pared se olvida cuando los personajes interpelan al espectador.
Todos hemos sentido el tedio de un domingo por la tarde. Es un momento de cierre y comienzo, una bisagra entre semanas, un momento de reflexión y, a veces de ahogo. 2020 ha sido un eterno domingo que espera un lunes que aun no llega. Buenas propuestas como Domingo hacen más amable esta espera.